José de San Martín murió el 17 de agosto de 1850 a los 72 años, longevidad poco frecuente para la humanidad hasta recién avanzado el siglo XX. La excepcionalidad, sin embargo, estuvo lejos de ser llevadera: el militar hispano-correntino padeció numerosos problemas de salud, algunos ni siquiera denominados en ese entonces, y la mayoría de ellos con tratamientos que hoy serían absolutamente desaconsejables. El principal, o al menos el más conocido, era a base de láudano, un preparado bebible que incluía opio y es motivo de difundidas polémicas entre quienes creen que San Martín lo consumía de manera excesiva.
En esa época no había historias clínicas ni tampoco eran comunes las autopsias, por lo que el resistente cuerpo de José de San Martín a tantas décadas de enfermedades y procedimientos médicos mayormente precarios sigue siendo a la fecha motivo de debates y ateneos en distintas ciencias, ya que los registros no son exhaustivos y eso abre espacio a elucubraciones.
La intimidad biológica de San Martín reviste interés como en cualquier otro personaje clave de la historia argentina, pero aún más imaginándolo en la gesta libertadora cabalgando miles de kilómetros con problemas de hemorroides, reuma, úlceras y severos ataques de asma, además del estrés y la tensión que generaba semejante empresa militar y política. Que haya cruzado la Cordillera en camilla no es una deshonra, sino todo lo contrario: fue un milagro que no se haya muerto en las pésimas condiciones no solo sanitarias sino también higiénicas que presentaba la América colonial.
Ni siquiera hay unanimidad para establecer la causa de su muerte en la absoluta precariedad de un cuarto al norte de Francia. Se habla de aneurisma, de infarto de miocardio y de insuficiencia cardíaca, aunque la que goza de mayor consenso es la generada por una hemorragia interna derivada de una úlcera. Además padecía de artritis y de cataratas, por lo que en sus últimos años ni siquiera podía hacer lo que él mismo reconocía que le encantaba como pocas otras cosas: leer.
El dolor crónico en su cuerpo es algo que parece presente en San Martín desde antes de regresar a Buenos Aires, ya que las primeras afecciones de las que se tienen registro datan de España, que habitó desde los 6 hasta los 34 años y donde reportó al ejército de Carlos IV: en 1801 fue víctima de un asalto en servicio con heridas en el pecho que perjudicaron su tórax para siempre, mientras que una década después recibió un sablazo en un brazo en la Batalla de La Albuera. De allí, se estima, proviene el asma agudizado tras su vuelta al Río de la Plata en 1812.
Las sucesivas campañas militares en Sudamérica agregaron otros problemas, varios de ellos aún no diagnosticados por la medicina de su tiempo. En distintas cartas San Martín expresaba los estragos que sufría en músculos, huesos y algunos órganos, escenario que a él y también a algunos médicos instaban a presagiar una vida mucho más corta de la que finalmente tuvo. Bartolomé Mitre aseguró, por ejemplo, que la Batalla de Chacabuco de 1917 la libró con un tremendo cuadro de gota.
También sobrevivió a la fiebre amarilla desatada en Lima en 1821 que arrasó a su tropa. Un año más tarde, en Chile, tuvo tifus. Y poco después, ya en Mendoza, padeció otra crisis respiratoria grave. Nuevamente en Europa, le suceden tragedias impensadas. Según una investigación de Mario Meneghini, del Instituto Sanmartiniano, un accidente de viaje le dislocó el brazo derecho, mientras que luego un vidrio lo hirió en la axila izquierda. Más adelante contrajo cólera, que en esa década de 1830 mató a un millón de personas en todo el continente. Como si todo eso fuera poco, la combinación de dolores y estrés lo expusieron a un insomnio que ni siquiera le permitían apagar la cabeza cuando intentaba descansar.
¿Cómo toleró San Martín todas esas campañas y todos esos viajes con semejantes padecimientos? La respuesta parece estar en el opio, que entonces era recomendado para mitigar estos escenarios debido que no había mayores avances científicos al respecto. La polémica se desprende por versiones que lo señalaban como un adicto. Mitre aseguraba que “abusaba del opio”, mientras que su amigo Tomás Guido le confesó en 1818 a Juan Martín de Pueyrredón: “He procurado con insistencia persuadir a a San Martín que abandone el uso del opio pero infructuosamente”. Por su parte, el Comodoro William Bowles, jefe de la estación naval británica en el Río de la Plata y principal informante de la región a la corona inglesa, hablaba del “uso inmoderado del opio”.
A pesar del mito que instala a San Martín como un consuetudinario fumador, distintos médicos que en lo sucesivo investigaron este consumo sostienen que en realidad no lo pitaba, sino que lo bebía a partir de un preparado de láudano, que combina el opio con azafrán, canela y vino blanco. Era el único tratamiento que la ciencia del siglo XIX encontraba para al menos mitigar los fuertes dolores que aquejaban al libertador, a quien de todos modos su cuadro clínico no le impidió llevar adelante las duras batallas que libró por el continente.
Probablemente el uso o abuso de este líquido le generaron consecuencias negativas en otros órganos, sobre todo los vinculados al sistema digestivo, cuyas fallas funcionales condujeron a su muerte en Boulogne-sur-Mer. Según numerosos historiadores, el primero que se lo recetó fue Juan Isidro Zapata, su asistente clínico de cabecera en Sudamérica, quien no era médico, sino un autodidacta que gozó de la confianza de San Martín en sus momentos de profundas dolencias. Lo que no queda claro es la forma en la que el militar administraba el opiáceo, si lo hacía cumpliendo la prescripción o si lo consumía de manera excesiva.
El debate también se alimenta por el morbo de ver a un prócer enredado en una adicción degradante, acaso la única forma de humanizar a un ilustre que la Historia no encuentra de momento otra manera de cuestionar moralmente. Quizás la clave de su longevidad resida en que nunca se hayan registrado problemas severos en el corazón ni tampoco en el cerebro, órganos fundamentales para la entereza de cualquier persona.