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El terremoto de Trump replica en el gobierno de Milei

La consigna “Estados Unidos primero” (America First) que guió las campañas electorales de Donald Trump está proyectándose en el comercio internacional como en ningún otro campo. Datos: el promedio del arancel externo estadounidense el 1 de abril pasado, la víspera del anuncio de un nuevo régimen de protección, era de 2,6%. Hoy es de 16,5%. Esa variación significa una revolución global.

Una de las consecuencias de ese incremento en las tarifas que deben pagar quienes exportan a los Estados Unidos es que el Tesoro de ese país recaudará 3 billones de dólares (“trillions” en inglés) en los próximos tres años. Es solo un detalle. La mutación más relevante es que Trump ha adoptado una estrategia de inserción de su país en la escena internacional que modifica una constante que hunde sus raíces en el comienzo de la posguerra. Una de las palancas con las cuales los Estados Unidos sostuvieron su hegemonía fue la aceptación de un déficit comercial significativo con el resto del mundo. Fue una de las formas en que se financió esa superioridad. Entre las numerosas derivaciones que tuvo ese enfoque está la reconstrucción de Europa después de la II Guerra.

Trump decidió dar una violenta patada sobre ese tablero para llamar a regiones y países a participar de la negociación que hoy está en curso. La Argentina es uno de los protagonistas de esa discusión que siempre es bilateral. El secretario de Estado Marco Rubio y el canciller Pablo Quirno anunciaron hace 15 días el marco de un acuerdo comercial cuyos detalles de conocerán el viernes de la semana próxima.

Esta novedad internacional, que implica algo tan trascendente como la redefinición del nivel de apertura del mercado argentino frente a las empresas norteamericanas, presenta una curiosa simultaneidad con otro episodio: desde el sector industrial se le acaba de plantear al Gobierno la pretensión de que defina una política de protección. Es decir, que actúe como Trump.

Las conversaciones de Washington con el resto del mundo tienen varias peculiaridades. Una de ellas es el personalismo con que Trump toma las decisiones. Un ejemplo se conoció el jueves pasado, cuando publicó una resolución por la que redujo el alcance del impuesto adicional de 40 puntos porcentuales que había aplicado sobre las importaciones de Brasil, enojado porque la Justicia de ese país sancionaba a su amigo Jair Bolsonaro. Trump explicó en ese texto que cambió de opinión, entre otras cosas, porque funcionarios suyos le habían hecho notar algunos errores o inconvenientes.

Este estilo caudillesco, que se presume ajeno a la cultura anglosajona, se verifica también en el caso argentino. En la reunión que mantuvo con Javier Milei en la Casa Blanca, el presidente de los Estados Unidos explicó a sus colaboradores en varias oportunidades que quería beneficiar a algunos sectores de la economía argentina “porque él es mi amigo y quiero ayudarlo”. Señalaba a Milei.

La ventaja que podría encontrar el gobierno argentino en esa simpatía debe ser equilibrada con una debilidad: la Casa Rosada tiene una dependencia extrema de Trump y de su secretario del Tesoro, Scott Bessent, en el terreno cambiario y financiero. Semanas antes de las elecciones legislativas Milei y su ministro de Economía, Luis Caputo, se vieron al borde del abismo. Los empujaba hacia allí la carencia de dólares en el Banco Central, provocada por las compras de agentes económicos que suponían que después esos comicios ellos no podrían sostener el régimen de bandas cambiarias. Es decir, el precio que predeterminaron la para la moneda norteamericana. ¿La crisis se produjo por una conspiración de la dirigencia opositora, que temía a un Milei fortalecido en las urnas? ¿O el plan económico puso en evidencia sus inconsistencias, sobre todo en el terreno cambiario, tantas veces señaladas por economistas independientes? Lo dirán los historiadores. El resultado de esa tormenta fue que Trump y Bessent intervinieron con 20.000 millones de dólares para frenar la corrida contra el peso y la eventual bancarrota electoral.

Javier Milei y Donald TrumpPRESIDENCIA DE ARGENTINA� – PRESIDENCIA DE ARGENTINA�

Milei y Caputo esperaban una ayuda adicional. La constitución de un fondo especial, de otros 20.000 millones de dólares, destinado a la recompra de bonos argentinos. Esa posibilidad despejaría las incógnitas que plantean los vencimientos de deuda de los próximos dos años, con una caída en picada del índice de riesgo-país. El plan debió ser descartado. Los bancos que debían aportar los dólares pidieron garantías que Trump y Bessent no podían aportar. El egocentrismo del presidente de los Estados Unidos debe reconocer el límite que le impone el sistema institucional y, sobre todo, la oposición de su país, que ya había encontrado un modo de atacar con el primer paquete de ayuda. En otras palabras: Trump es arbitrario, pero no es omnipotente.

La primera señal de que había aparecido una dificultad la emitió Jamie Dimon, el presidente de JP Morgan. “La Argentina no necesita ese dinero”, diagnosticó con elegancia, para no ser inofensivo. Una desmentida para quienes creen que, por sus antecedentes laborales, los funcionarios de Economía y del Banco Central son niños mimados de ese banco. Dimon simpatiza con la Argentina, está rodeado de ejecutivos del país, pero antes que nada es un banquero.

Que se hayan descartado los segundos 20.000 millones de dólares no significa que el gobierno de Milei no siga dependiendo muchísimo de los Estados Unidos. En principio, porque sigue vigente la hipótesis de que, si se presentara un problema de deuda, Trump socorrería de algún modo a su amigo. Algunos expertos adjudican a esa conjetura que el precio de los bonos no se haya derrumbado. De hecho, el índice de riesgo siguió instalado en alrededor de 650 puntos.

Pero el cordón umbilical con la Casa Blanca tiene que ver con otro problema. El equipo económico se comprometió con el Fondo Monetario Internacional a acumular un determinado nivel de reservas monetarias. Como cumplir con esa meta obligaría a comprar una masa de dólares cuyo tamaño modificaría la cotización, es decir, provocaría una depreciación del peso, Luis Caputo y su equipo se han propuesto ignorar el compromiso. Para que la revisión del programa sea aprobada por el Fondo necesitarán que Kristalina Georgieva autorice un waiver. Allí Caputo vuelve a necesitar de la abogacía de Trump y Bessent.

El modo en que la sujeción financiera de la Argentina con los Estados Unidos se proyecta sobre toda la política exterior está cifrado en un detalle: cuando, después de la renuncia de Gerardo Werthein, Milei escogió a su nuevo canciller, señaló a Quirno, el secretario de Finanzas. Quirno, que conoce esa fragilidad en sus entrañas, es quien debe pulsear con los funcionarios norteamericanos los últimos detalles del acuerdo comercial.

La negociación abre conflictos en el frente interno. El más sonoro es el que plantea la industria farmacéutica nacional, que ve más cerca que nunca la amenaza sobre la red la ha cobijado en materia de propiedad intelectual. ¿Quirno debe a ese entredicho su llegada a la Cancillería? La pregunta tiene sentido porque los laboratorios locales tuvieron en Werthein a un defensor tan tenaz que hasta llegó a desplazar de sus funciones a diplomáticos profesionales que defendían un acuerdo con Washington. Werthein tiene viejas relaciones familiares con grandes protagonistas de esa industria. Con el cambio de canciller ganó potencia la voz del prestigioso Pablo Lavigne, secretario de Coordinación Productiva del palacio de Hacienda. Lavigne es reconocido como un enfático defensor de la apertura comercial.

El acuerdo anunciado por la Casa Blanca cuando Quirno se reunió con Rubio fue celebrado por la Cámara Argentina de Especialidades Medicinales (Caeme), que reúne a los principales laboratorios extranjeros. Esa cámara viene reclamando desde mucho tiempo atrás que la Argentina adopte un sistema más ágil y transparente para patentar medicamentos. Es una demanda frente al Instituto Nacional de Propiedad Intelectual (INPI) que, presidido por Carlos Gallo, funciona en Economía. Las empresas farmacéuticas reunidas en CAEMe se quejan de que el INPI es muy restrictivo en la concesión de patentes para nuevos medicamentos. Y que esa dificultad se combina con otra: la facilidad con la que la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT), que dirige Nélida Bisio, autoriza la comercialización de medicamentos sin control de su autoría científica. La consecuencia es que, se quejan las multinacionales farmacéuticas, hay laboratorios argentinos que copian remedios producidos por sus competidores extranjeros, cuando la patente todavía está vigente, y consiguen comercializarlos sin restricción alguna. En el anecdotario de estas empresas siempre aparece el mismo nombre: Hugo Sigman, de Elea.

La otra pretensión de los laboratorios norteamericanos es que en el mercado local existan también garantías para la protección de datos de prueba. Es decir, para la información generada a partir de estudios experimentales o ensayos clínicos destinada a ser ofrecida ante la autoridad regulatoria para demostrar la eficacia de un producto farmacéutico.

Los dirigentes de CAEMe alegan, en defensa de sus reclamos, que sus asociados invierten 700 millones de dólares anuales en investigación clínica. Los laboratorios nacionales, agrupados en la Cámara Industrial de Laboratorios Farmacéuticos (CILFA), señalan que, de aplicarse con los criterios expuestos en el acuerdo marco, el entendimiento con los Estados Unidos aumentaría los costos del sistema de salud en alrededor de 2300 millones de dólares. Esos empresarios se ufanan de haberle facilitado al país un ahorro de 3200 millones de dólares en ahorro de divisas y de 10.000 millones de dólares por reducción de precios en los últimos 10 años.

La clave de esta disputa histórica no hay que buscarla en el acuerdo que Trump celebra con Milei. Hay otra dimensión crucial: es la regulación doméstica argentina. Los laboratorios extranjeros esperan que el gobierno de los Estados Unidos tenga la capacidad de presión suficiente para que Milei derogue la Resolución 118 del año 2012. Es una norma firmada por los ministros Juan Manzur y Débora Giorgi, durante la gestión de Cristina Kirchner, por la cual el patentamiento de nuevos productos farmacéuticos se volvería endiablado en el país.

La resolución 118 es motivo de una polémica interna en el Gobierno. El ministro de Desregulación, Federico Sturzenegger, redactó un proyecto para eliminarla. Los beneficiarios de ese texto, afiliados a Caeme, susurran que se perdió en algún escritorio del Ministerio de Salud. Su titular, Mario Lugones, jura que nunca vio ese borrador. Algunos negociadores argentinos aseguran que la 118 será dada de baja. Es la colina más preciada en esta guerra de negocios.

Entre los argumentos de los laboratorios nacionales figura uno bastante perspicaz: dicen que aplaudirán el trato con los Estados Unidos si es recíproco. Es una chicana con derivaciones internacionales. Las autoridades norteamericanas se han vuelto muy restrictivas en el otorgamiento de patentes. No por la amenaza argentina, claro. Es por la amenaza de China. La industria farmacéutica de ese país se está expandiendo. Entre 2018 y el año pasado las nuevas drogas aprobadas por las autoridades chinas pasaron de 162 a 172. “Los chinos se cansaron de copiar, pero ahora que establecieron una industria competitiva, quieren que se respete la propiedad intelectual”, observa, risueño, un experto en el mercado farmacéutico.

Otra dimensión impactante del acuerdo con los Estados Unidos en materia de propiedad intelectual es la que afecta al sector agropecuario. Los grandes laboratorios de semillas defienden el derecho a cobrar por sus invenciones tecnológicas. Lo hacen en la venta del producto. Pero aspiran a hacerlo también cobrando un royalty por los granos que se cosecharon a partir de la siembra de esas semillas. Es una discusión importante por el aumento de costos que representa para los productores locales.

Es el lado oscuro del entendimiento, si se lo mira desde el negocio agropecuario. Porque los productores de carne podrían festejar. Trump desea que los ciudadanos de su país consuman carne a menor precio. Por eso quiere abrir ese mercado. En la reunión con Milei pidió que se quintuplique la cuota de los productos argentinos con derecho a pagar un arancel de sólo 10%%. El representante de Comercio, Jamieson Greer, le hizo notar que era demasiado. Se calcula que habrá un incremento de 60.000 toneladas en la exportación de carne a los Estados Unidos. Sería multiplicar por cuatro el cupo actual.

La negociación está abierta en dos sentidos. En la relación con los Estados Unidos, y también en la que el Gobierno establezca con los sectores afectados para reglamentar lo acordado en Washington. El sentido de esas dos conversaciones estará condicionado por los funcionarios encargados de llevarla adelante. Varios entendidos apuestan a que volverá a Cancillería Horacio Reyser, un funcionario que ganó prestigio durante la gestión de Mauricio Macri, sobre todo por la discusión del Acuerdo de Libre Comercio del Mercosur con la Unión Europea y por las tratativas para el ingreso a la OCDE. Hay una razón especial para ese regreso: en aquella experiencia, la mano derecha de Reyser fue otro Pablo Quirno, el hijo del actual canciller.

La inquietud de la industria farmacéutica local, de los agricultores perjudicados por el eventual cambio en la comercialización de granos o de las grandes terminales automotrices, también amenazadas por una apertura del mercado, se harán sentir en otro debate: el que se abrió sobre la conveniencia de que el gobierno formule una política industrial. Fue el principal mensaje de la última convención de la UIA, emitido en especial por Paolo Rocca, el líder de Techint. Rocca pidió un diálogo para analizar el efecto de una avalancha de importaciones, sobre todo procedentes desde China.

Las razones del sector industrial son clásicas: no se puede exponer a las empresas argentinas a competir con el exterior con el actual sistema impositivo y laboral. Ahora tienen otro argumento: a instancias de Trump, el amigo de Milei, las principales economías del planeta se han vuelto proteccionistas.

En los años 90, como acaba de recordar Federico Poli, se abrió una discusión entre la UIA y economistas más cercanos al gobierno de Carlos Menem, sobre la ventaja o desventaja de que haya intervenciones del Estado para proteger a algunas actividades industriales. Desde la UIA la voz cantante la llevaba Marcelo Diamand, cuyos trabajos sobre la restricción externa son la biblia de Cristina Kirchner. Roberto Rocca, padre de Paolo, defendía la necesidad de una estrategia especial para la industria en conferencias similares a la de la semana pasada. La defensa de la libertad más amplia del mercado quedó en manos de un académico liberal muy reconocido: Adolfo Sturzenegger. Es el padre del “Coloso”. Ya lo planteó Mark Twain. La historia no se repite, pero rima.

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