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La guerra santa cultural de Javier Milei

Cuando Javier Milei habla de temas económicos, incluso aquellos que no comparten su ideario político lo escuchan con respeto. Cuando sale de lo que le es tierra firme para aventurarse en las arenas movedizas de la cultura —en el sentido antropológico de la palabra, se entiende—, el presidente sólo logra brindar a sus enemigos más motivos para mofarse de él.

En Davos, la «montaña mágica» de Thomas Mann que hoy en día es el reducto suizo de la élite global, Milei se dio el gusto de vapulear a los presuntamente infectados por el «virus mental de la ideología woke», un culto que, luego de originarse en las universidades de élite estadounidenses, se propagó por buena parte del mundo occidental. Huelga decir que predicaba a los ya convertidos; si bien muchos asistentes a las reuniones que se celebraban en la pintoresca localidad alpina se habían acostumbrado a convivir amablemente con los misioneros woke por suponer que no les convenía desafiarlos, la mayoría tomó la elección de Donald Trump como una señal de que hacerlo no les costaría nada.

«Woke» alude a un conjunto de actitudes hacia los distintos grupos étnicos y las diversas preferencias sexuales que se puso de moda entre los «progresistas» al suministrarles una alternativa más persuasiva al «capitalismo» que la supuesta por los disfuncionales modelos económicos marxistas que antes habían reivindicado. Luego de disfrutar de un boom, el wokismo comenzó a replegarse debido a los excesos autoritarios de sus propulsores más entusiastas y a que, en demasiados casos, sus representantes asumieron posturas que resultaron ser francamente ridículas.

Hasta hace poco, la mejor manera de asustar a un político anglohablante era preguntarle: ¿Qué es una mujer? Puesto que según los propagandistas woke los géneros son meramente subjetivos y uno puede elegir entre docenas, cualquier definición biológica podría considerarse evidencia de «odio» a los transexuales que protestan raudamente cuando alguien se anima a decir que no son mujeres de verdad sino farsantes. Lo mismo que Trump y Elon Musk, Milei ha hecho de su hostilidad hacia los despropósitos woke una prioridad, de ahí la arenga furibunda que pronunció en Davos. Sin embargo, a diferencia de los norteamericanos, no discrimina entre los militantes que, como dijo, han dañado «irreversiblemente a niños sanos mediante tratamientos hormonales y mutilaciones» —se trata de un asunto que el año pasado motivó un gran escándalo, seguido por cambios en la ley, en el Reino Unido—, y quienes sólo quieren que se conserve el clima de tolerancia ante modalidades sexuales heterodoxas que ha imperado desde hace aproximadamente medio siglo en las sociedades occidentales.

En base a un caso notorio, Milei vinculó la homosexualidad con la pedofilia, lo que, como es natural, lo hizo blanco de una ráfaga de críticas furiosas. También se las ingenió para enojar sobremanera a las feministas al pedir que el Congreso elimine del código penal la figura de «feminicidio«; a su entender es superflua y, peor aún, insinúa que algunas vidas valen más que otras.

Como pudo preverse, la relación de admiración mutua que Milei ha establecido con Musk lo está involucrando en polémicas airadas. Al solidarizarse con Trump, el hombre más adinerado del mundo se transformó de la noche a la mañana en el personaje más abominado por los progres y sus aliados coyunturales. Así pues, para sorpresa de nadie, los alarmados por el protagonismo reciente del sudafricano no vacilaron un segundo en aprovechar la oportunidad de tratarlo como «un nazi» en base a una foto en que saluda a una muchedumbre con el brazo extendido.

Si bien sus simpatizantes reaccionaron enseguida poniendo en las redes fotos similares de políticos progresistas haciendo lo mismo por tratarse de un gesto que siempre ha sido bastante común, no consiguieron borrar la imagen que perjudicaba a Musk y sus adherentes, incluyendo, desde luego, a Milei. Sea como fuere, puede que hayan asegurado que, hasta nuevo aviso, los políticos se cuiden de mover los brazos en público.

A inicios de la gestión de Milei, muchos daban por descontado que, dentro de poco, millones de personas depauperadas se alzarían en rebelión contra el ajuste brutal que las circunstancias lo obligarían a aplicar, pero, para sorpresa de casi todos, luego de más de un año en el poder sigue ostentando un nivel de aprobación envidiablemente alto. Es por lo tanto comprensible que los frustrados por su aparente invulnerabilidad en el frente socioeconómico estén resueltos a sacar el máximo provecho de sus incursiones en el teatro de guerra cultural. No sólo los kirchneristas que, a cambio de favores, consiguieron cooptar a un sinfín de agrupaciones que se ufanan de su progresismo, sino también macristas, radicales e independientes han unido sus voces al coro que lo está denunciando, provocándolo a responder con la irascibilidad que le es característica y de tal modo subrayando la impresión de que es un energúmeno de ideas llamativamente rudimentarias.

Las extravagancias woke molestaron tanto al grueso del electorado norteamericano que hicieron un aporte decisivo al triunfo de Trump, pero la Argentina no es Estados Unidos. Aquí, escasean los directamente afectados por el fenómeno. Aunque los kirchneristas se esforzaron por importar algunas novedades, como los «matrimonios igualitarios» y el «lenguaje inclusivo» —que en castellano presupone cambios que son mucho más drásticos que los requeridos en inglés—, la propaganda y las iniciativas legislativas resultantes no incidieron en la vida de la mayoría. Así las cosas, es natural que la obsesión reciente de Milei con el impacto del wokismo esté motivando más extrañeza que comprensión.

Sea como fuere, Milei parece convencido de que, hace varias décadas, el mundo occidental se contagió de una enfermedad muy similar a la que llevó a la Argentina a su estado actual y que por lo tanto entiende mejor que los dirigentes extranjeros, sean éstos políticos o empresarios exitosísimos, los peligros que tendrán que enfrentar. Si muchos se esfuerzan por tomarlo en serio y pasan por alto los detalles más pintorescos de su forma de presentarse, es porque todos los países desarrollados se han hundido en una crisis de confianza profunda al desintegrarse las certezas de ayer sin que se hayan visto reemplazadas por otras, lo que ha creado un medio ambiente que es propicio para quienes afirman tener respuestas claras a las preguntas que tantos están planteando.

Puede que las soluciones reivindicadas por Milei —menos Estado, más libertad individual— no sirvan para mucho en una época en que, por razones estratégicas evidentes, tanto Estados Unidos como los países europeos se ven constreñidos a adoptar medidas innegablemente estatistas, aumentando mucho el gasto militar y cerrando las fronteras para que no entren quienes carecen de la documentación exigida, pero sus ataques vehementes al statu quo han sido suficientes como para hacerlo el «rockstar» de la llamada «ultraderecha» cuyo auge alarma a los defensores de lo que hasta hace apenas un año era el orden establecido.

Además de atacar con furia justiciera la cultura woke, Milei tiene en la mira a los preocupados por el cambio climático. Mientras que algunos, como Trump y Milei, propenden a tratar el asunto como una estafa marxista, y otros creen que para frenar el calentamiento del planeta hay que descarbonizar la economía al dejar ya de usar combustibles fósiles —algo que potencias como China y la India no están por intentar—, la mayoría se ubica entre los dos extremos así supuestos. Estarán en lo cierto quienes dicen que el aumento de la temperatura global se debe a la industria y las actividades ganaderas, ya que los bovinos son responsables de emitir cantidades de gases de efecto invernadero, pero también lo están aquellos que subrayan que el desarrollo económico es imprescindible porque sirve para minimizar las consecuencias negativas de lo que está ocurriendo, y que por lo tanto sería colectivamente suicida procurar regresar a épocas preindustriales por suponer que la pobreza generalizada salvaría al planeta de una apocalipsis climática.

Para más señas, Milei sabe muy bien que intentar aplicar aquí la estrategia recomendada por los verdes más fanatizados privaría a la Argentina de Vaca Muerta y otros recursos energéticos que necesitará para salir con rapidez del pozo en que se ve atrapada y que, por suerte, ya están modificando el panorama frente al país. En Europa, las políticas «verdes» adoptadas con entusiasmo por los gobiernos de Alemania, Francia, el Reino Unido y sus vecinos prósperos han contribuido mucho al estancamiento socioeconómico que está detrás del avance de movimientos que los comprometidos con el statu quo político califican de «ultraderechistas». Tales movimientos se han fortalecido mucho últimamente merced a la oposición popular a medidas destinadas a reducir la emisión de gases contaminantes. Asimismo, en Europa y América del Norte se ha difundido la convicción de que quienes se afirman tan angustiados por el calentamiento global que temen por su vida suelen ser jóvenes arrogantes de clase alta que acusan a la gente común de dañar el medio ambiente al viajar en masa a lugares turísticos que dejan cubiertos de huellas sucias de carbono.

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